Una mañana, un hombre holgazán paseaba despreocupadamente por el bosque. De pronto, se encontró con un zorro hambriento que tenía las patas heridas y rezaba pidiendo ayuda a Dios.
-¡Dios mío! ¡Envíame algo de comer!
Mientras observaba la escena detrás de una gran roca, el hombre se compadecía del pobre animal que gemía sin cesar.
-Y ahora, ¿cómo podrá sobrevivir este animal? -se preguntaba.
Mientras pensaba así, un tigre llegaba con una presa en la boca y se la devoraba delante del zorro.
Una vez hastiado de comer, le dejó el resto de carne al zorro, quien se abalanzó sobre los trozos de carne sobrantes, devorándolos a una velocidad impresionante hasta dejar sólo los huesos roídos.
-¡Gracias, Dios mío! -decía entre dientes sin dejar de relamerse el zorro. El hombre no dejaba de ver lo fácil que había sido para el zorro que, con sólo pedir, conseguía la comida. Regresó al día siguiente para saber cómo le iba esta vez.
Dios volvió a alimentar al zorro por medio del mismo tigre.
El holgazán, mientras veía al zorro saborear la generosa comida, se maravillaba de la inmensa bondad de Dios y, pensando lo fácil que había sido para el hambriento animal conseguir su alimento, se le ocurrió una desvergonzada idea:
-Voy a fingirme enfermo y rezaré pidiéndole a Dios que me ayude. Él me dará cuanto necesito -afirmaba convencido.
Así lo hizo durante todo el día. Se quejó a voz en cuello y pidió sin reparos a Dios que lo ayudara. Pero al ver que nada ocurría pensó:
-¿Qué sucede? Dios no me envía nada. Ya llevo varias horas aquí y no veo a nadie quien me ofrezca algo de comer.
Esperó otro día más...
-Dios mío, ¿qué esperas? ¡Estoy cansado, agotado y muerto de hambre! Cada minuto que pasa me siento más débil.
Sin poder creer que la merecida ayuda que necesitaba no llegaba nunca, se le ocurrió pensar:
-Quizá no estoy en el sitio adecuado. Tal vez en la entrada de aquella cueva Dios me vea más fácil.
Se sentó en una piedra delante de la cueva y empezó nuevamente con su lastimero pedido.
-¡Dios mío, envíame a alguien para que me dé comida!
De rato en rato miraba de reojo para ver si aparecía su salvador, pero era en vano; siempre se encontraba solo y, al ver que nada conseguía, se desesperaba y hasta se tapaba los oídos para no sentir el sonar de su estómago vacío.
Pasaron dos días más y no sucedió nada. Cansado, se tendió en el claro del bosque y con los brazos extendidos pensó:
-¡Ya no puedo más! Creo que Dios se ha olvidado de mí. Definitivamente, no me ha escuchado.
Una semana después, el holgazán estaba casi al borde de la muerte.
Entonces, oyó una voz que resonó dentro de su cerebro como un eco que venía de la cueva en donde estaba.
-¡Oh, tú que te encuentras en la senda del error, abre tus ojos a la Verdad! Sigue el ejemplo del tigre y deja ya de imitar al zorro herido.
Arrepentido, el holgazán sintió una gran vergüenza. Las mejillas se le llenaron de color con la poca sangre que le quedaba. Hizo un último esfuerzo y volvió al campo a trabajar.
Al ver el cambio del haragán, Dios hizo que la tierra fuera generosa con él y le diera el sustento para vivir, colmándolo de una vida holgada para él y su familia.
Nunca es tarde para arrepentirnos de nuestros errores ya que podemos cambiar apenas lo decidamos. No debemos sentirnos avergonzados de cambiar nuestra actitud, sino agradecidos por lo que aprendemos cada día.
Editorial Ferrandini
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