sábado, 4 de junio de 2011

Ciudad Joven III.




El Profesor de arte.

Pedro Pablo era un muchacho de trece años de apariencia descuidada. Su uniforme escolar, si así podía llamarse, lucía terrible. La camisa siempre la tenía desarreglada por culpa de algún botón desabotonado y el cuello casi siempre arrugado y doblado. Los bolsillos por lo general manchados de tinta, llenos de lapiceros de colores, con uno que otro agujero producto de la costumbre del muchacho de llevar una regla de metal, la misma que era parte de su día a día ya que acostumbraba  hacer anotaciones en varios colores y subrayarlas. 
Sus zapatos jamás habían visto betún alguno y lucían desgastados por la costumbre del muchacho de nunca desamarrarse los pasadores y ponérselos a la fuerza o usar los zapatos como pantuflas, pisándoles el talón dentro de la casa.
Y aunque su libreta de calificaciones paraba llena de observaciones al respecto de su descuidada apariencia, al estudiante poco le importaba esos detalles. Sus padres sabían que su descuidado aspecto era el de un muchacho genio distraído ya que sus calificaciones en su mayoría eran sobresalientes.
A Pedro Pablo sin llamarse José  le decían Pepe por las iniciales de su nombres. Él firmaba sus trabajos con  dos letras PP, siendo con el tiempo sinónimo de excelencia en los trabajos del aula del colegio.
Como pasatiempo a Pepe le encantaba hacer sudokus en los niveles más complicados y los resolvía con facilidad en breve tiempo ante la admiración de sus amigos. También hacía crucigramas, pero no los sencillos, sino los difíciles a doble página de un diario local y sin diccionario ya que tenía una memoria extraordinaria. 
Sus cuadernos eran algo extraños, llenos de anotaciones indescifrables y conclusiones diversas, plagados de colorinches. Por lo cual no eran  del agrado de los profesores pero al igual que los padres de Pepe ellos también lo consideraban un genio. Tanto así, que muchas veces sus exámenes eran ejemplos para sus compañeros por su excelencia.  
Pero no todo es perfecto en la vida. Si algo no podía hacer Pepe era dibujar, bailar y menos tocar música. En suma, un cero a la izquierda en cuanto a arte se refiere. 
Lamentablemente para el joven, su padre, quien era director de la escuela y egresado de bellas artes, era bastante estricto con su hijo en lo referente a su formación artística. 
–Anímate hijo yo se que tu tienes condiciones para ser un gran artista. ¡Lo que se hereda no se hurta! –le exclamaba su padre mientras orgulloso acomodaba algunas acuarelas pintadas por él y por su padre en un gran álbum antiguo. El abuelo de Pepé era un gran pintor acuarelista y al igual que su padre tenían trabajos muy buenos.
–¡No Papá! No insistas. A mí no me gusta pintar. Menos, dibujar –contestaba el joven entre dientes mientras movía la cabeza de un lado a otro y seguía con sus anotaciones resolviendo algún problema de matemática. Y paradójicamente lo hacía en el sketch book de arte por tener las hojas más grandes y facilitarle todas sus elucubraciones.
La madre de Pepe al escucharlos, se sacó los lentes, dejó a un lado un libro que estaba leyendo e intervino: –No insistas con el muchacho querido, lo mortificas en vano  –se acercó a su hijo, le acarició el pelo, le dio un beso en la frente y le dijo orgullosa: 
–¡Él es mi Einstein!
Pero el padre de Pepe era persistente en su empeño. Casi todos los días en el desayuno, o cena se esforzaba en hablarle de diferentes pintores famosos y la habilidad o técnica de cada uno. Un día, sobre Van Gogh y el color. Otro sobre Rembrandt y el claroscuro. Otro sobre Dalí y el surrealismo, etc. De nunca acabar.
El día domingo Pepe se levantó con el delicioso olor de avena con manzanas y canela que preparaba su madre para los fines de semana, ya sabía que luego seguirían los tamales y pan con chicharrón. Día esperado por el muchacho pero también por su padre, quien venía preparado para una clase de arte y dibujo. Pepe al verlo tan entusiasmado se sentó en la mesa sin más alternativa que escucharlo resignado ante el fastidio de su madre, quien sabía de la poca vocación de su hijo para el arte.
  –Tu sabes Pedro Pablo que el surrealismo es un movimiento pictórico del siglo XX…–en ese momento, la madre de Pepé al ver que el padre iba  a empezar con la misma cantaleta interrumpió a su esposo mientras acomodaba las tazas para el suculento desayuno dominical:
–Por favor Manuel, deja a nuestro hijo desayunar tranquilo aunque sea un domingo. Ya sabes que a él no le interesa mucho tus pláticas de arte.
–¡Es el colmo que te atrevas a interrumpirme para decirme eso! 
Un golpe en la mesa sello la oración y madre e hijo se miraron y quedaron mudos. Ya sabían que cuando el padre de Pepe se encolerizaba las cosas acabarían muy mal. Un minuto de silencio y don Manuel mirando a su hijo le dijo: 
–Como te decía hijo. Los sueños son representados… 
En ese momento la empleada entró corriendo al comedor de diario interrumpiendo nuevamente a  don  Manuel. Pero esta vez para avisar que el viejo perro de Pepe había mordido al perrito salchicha del vecino. 
Todos corrieron al patio encontrando a Toro, su perro Mastín agarrando del cuello al perro del vecino, el mismo que no podía ni moverse por tener el cuello entre los enormes diente del animal. 
A Pepe le dio mucha pena el animalito pero una sonrisa se le escapó al saber que ese perro  por fin estaba mudo ya que ladraba todo el día y era insoportable escucharlo. Finalmente, Toro solo jugaba con él ya que nunca lo había mordido. Además lo mejor de todo era que gracias a ello estaba liberado de un desayuno dominguero de lecciones de arte. 
Su madre que comprendía a su hijo le dijo:  
–Ve con tus amigos Pepe. Tu padre va a tener que ir a hablar con la vecina –mientras le envolvía unos panes con tamal y chicharrón. Al joven no se lo tenían que decir dos veces, y salió corriendo como alma que lleva el diablo con su valioso cargamento.
Al día siguiente, como siempre antes de ir al colegio, el padre de Pepe veía el noticiero matutino y como tantas otras veces le decía a su hijo nuevamente:
–Hijo, estoy orgullosso de ti. Has heredado el talento de tu padre y de tu abuelo. 
A lo que el muchacho sin contestar cargaba una mochila de pesares al respecto porque no había manera que don Manuel entendiera lo frustante que era para su hijo no tener la habilidad y vocación para agradarlo.
Ya en el colegio, don Manuel se encargaba personalmente de recomendarle al profesor de artes plásticas que tuviera especial esmero con su hijo ya que sería un brillante artista a futuro. Definitivamente, el profesor sabía de las pocas habilidades del alumno para esa materia pero no se atrevía a contradecir al director, sobre todo sabiendo que su puesto había sido reemplazado ya dos veces. Tampoco era justo perder su empleo por lo que consideraba un exceso del padre con un hijo tan brillante.
–¿Por qué no habrá escogido música o danza? –se preguntaba fastidiado el profesor Salcedo sabiendo que el curso de pintura era opcional. Es decir, sólo era obligatorio llevar uno de los tres: música, danza o pintura. 
–¡Suerte la mía! –se lamentaba a regañadientes sin saber qué hacer con el muchacho quien en las clases parecía  abstraído en sus pensamientos en un planeta lejano por no decir en la luna.
Pero el profesor de pintura, Salcedo con el tiempo llegó a tenerle mucha estima a su alumno Pepe, ya que veía los esfuerzos que hacía el joven por complacer a su padre. 
Aunque pasaron varios meses sin conseguir que Pepé dibujara siquiera una manzana sin que pareciera una pelota, finalmente para no torturar al muchacho decidió dejarlo asistir a clase sin presionarlo.
–Total, para que le hago la vida  a cuadritos, sólo falta tres meses y termina el año –se decía dándose ánimos el comprometido profesor  pensando con remordimiento en las recomendaciones del padre. 
–¡De padre torero, hijo bailarín! –sentenció, con una mueca antes de entrar a clases. 
–Buenos días alumnos...  
Claro que nada de esto sabía don Manuel quien se vanagloriaba en cuanta reunión familiar había de las aptitudes de su hijo para la pintura. Al acercarse a ver los supuestos dibujos en las bitácoras de arte de Pepe, que no erán otra cosa que sus anotaciones algo peculiares con lapiceros de colores se le oía exclamar al padre. 
–¡Es un Dalí! –Y Pepé se golpeaba la frente, lamentándose de su fracaso como artista y en la decepsión que tendría su padre al saber la verdad.
Hasta llegó a comprarle una bella colección llamada Artista para aprendices de seis tomos con tapa dura y anillado para que practique en su afán de interesar a su hijo.
–¡Mira, hijo, esta maravilla! Es una de las mejores colecciones para aprendices que he visto, solo tienes que seguir las indicaciones en tu libreta bitácora y en breve ya tendrás tu primera obra. Empieza con Leonardo que te enseñará lo básico del dibujo... –le decía el padre entusiasmado mientras abría los cuadernos de dibujo ante la mirada desilusionada del joven quien ya ni contestaba por pena a quitarle el entusiasmo a su iluso padre.
Las notas de Pepe eran sobresalientes en todos los cursos y gracias a que el profesor de Artes plásticas no le ponía la nota que verdaderamente merecía para mantener feliz al padre, también ayudaba a Pepe a tener el primer puesto en el promedio general. En verdad, se merecía tal mérito porque el joven era de un coeficiente intelectual superior a ciento treinta. Y bueno dicen que la inteligencia se hereda a través de la madre por el cromosoma X, un gran punto a favor de la señora Rosaura, mamá de Pepe. Claro, algo que don Manuel nunca aceptaría.
Todo andaba sobre ruedas para Pepé en el colegio, hasta que llegaron los exámenes finales. Lamentablemente, para el examen de Artes plásticas el profesor de Pepe se enfermó y tuvo que ausentarse de asistir precisamente ese día.
El estudiante nunca imaginó lo que ocurriría ya que confiaba pasar ese curso con la ayuda de su cómplice y amigo el profesor Salcedo. Pero ya en la clase empezó su peor pesadilla.
Al ver que el profesor no se había presentado y era reemplazado por otro, Pepe empezó a transpirar. Las manos las tenía mojadas y un frío le recorría la espalda. 
–Saquen su sketchbook vamos a realizar la prueba con lo que ya han aprendido. Perspectiva y un bodegón. Yo les voy a poner las líneas de fuga y ustedes…
–Mi padre se va enterar que todo ha sido una farsa. Que soy una nulidad en arte y todos sus sueños se van a desmoronar –pensaba Pepe ansioso. De pronto vio una sombra en su pupitre delante de él. Era el profesor de reemplazo quien con una regla en mano le señalaba la pizarra para que empiece el exámen. Pepe hizo el además de copiar lo que veía en la pizarra y el profesor se fue a su lugar.
De vez en cuando el nuevo profesor hacía algunas notas y de vez en cuando miraba a los alumnos ya que para él, éste era un curso difícil de copiar. Y cuánta razón tenía. A Pepe no se le ocurría ni hacer una línea ya que era imposible para él interpretar dibujo alguno. Todos estaban muy entretenidos en sus trabajos. Pepe los miraba de reojo y al ver lo bien que avanzaban sus exámenes más se lamentaba de su poca habilidad y más nervioso se ponía. Su cabello estaba mojado y pegado a la cabeza por lo mucho que transpiraba.
Pasaron veinte minutos y Pepe seguía con las hojas de su sketchbook en blanco y con el lápiz en la mano a punto de romperlo de tanto que lo apretaba. Nada ganaba intentando mirar a un lado y a otro. No había nada que pudiera hacer. ¿Cómo copiar un dibujo? Todo era en vano y el reloj seguía avanzando.
Pepe miraba el aula y los techos que eran altísimos ya que el colegio quedaba en una antigua casona barranquina, parecían cada vez más altos y él cada vez se sentía más pequeño. De pronto, se paró una alumna y entregó su prueba. Y así fueron desfilando de uno en uno. Para la mayoría este curso era el más fácil de todos a la inversa de lo que pensaba Pepe.
Cuando todo parecía perdido ya que solo quedaban pocos alumnos en sus carpetas, una hoja de cartulina cayó del viejo ventanal a su pupitre. Pepe extrañado miró al profesor y a los lados y al ver que nadie se había dado cuenta de lo ocurrido, observó que ¡Era el exámen! Un hermoso bodegón sombreado con perfectas frutas a carboncillo que envidiaría cualquier artista de renombre estaba frente  a él. Inmediatamente, suspiró y sus pulmones parecían llenarse de aire nuevamente. Al ver la prueba resuelta entendió que lo estaban ayudando a salir del gran problema en que se había metido. 
Disimuladamente vio por la ventana para buscar a su benefactor y a lo lejos divisó al profesor Salcedo retirarse y perderse por los jardines del colegio. Su querido profesor y amigo lo había ayudado entregándole el exámen resuelto aun estando enfermo. Algo que Pepe valoró mucho y lo que consolidó una gran amistad.
Pasaron varios años para que el padre de Pepe cambiara su actitud. Su hijo siguiendo su vocación verdadera se graduó de Físico e hizo una maestría en la Universidad Complutense de Madrid para alegría de sus padres y del profesor Salcedo.
–¡Es un Einstein! –se le escuchaba decir al padre de Pepé en todas las reuniones orgulloso de su hijo. 
El profesor Salcedo era ya parte de la familia y esta historia pasó a ser una anécdota. Aunque el profesor de arte reconoció que estuvo mal la manera cómo ayudó a Pepe, en ese momento no encontró otra salida y ahora le sirve para hablar con los padres de familia y hacerles entender que cada alumno tiene diferentes habilidades y destrezas. Es decir: ¡No se pueden pedir peras al olmo!

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